domingo, 29 de abril de 2007

EL REFLEJO DE UN BESO

EL REFLEJO DE UN BESO
Cuando hubo terminado de orinar (con un sobresalto de micción que agujereaba por su presión la vejiga y que aprisionada en aquella acequia orgánica se liberó anárquicamente -como escapan de sus celdas las avispas al ver resquebrajado su nido por el ataque de una rama pelada en las manos de un niño inconsciente- con el primer resquicio de apertura de su glande, salpicando el cerco de la taza del sanitario a golpes de borbotones áureos, con una pauta que limitaba su intensidad y cantidad a medida que la secreción era expulsada) advirtió que, otra vez, la pernera derecha había sido dibujada de manera vanguardista con tal templado tinte dorado.

“La próxima vez mearé sentado”, se dijo a la vez que se avergonzaba con zozobra por estimularse ante la idea de sentir la emulsión salina patinando en sus nalgas tras haber sido regadas por el efecto de un chorro demasiado fuerte sobre la porcelana del sanitario, mientras sacudía su pene para desprenderse de las gotas que habían quedado encharcadas entre los pliegues de un retraído pellejo.

Permaneció de pie, con los pantalones a la altura de los muslos, dispuestos a deslizarse hasta el suelo y sólo sujetos por el recién adquirido adherente sobre su piel, sin saber si aquello era la gota que colmaba el vaso o si el vaso del aguante era en demasía irrisorio.

Primero fue el ojo izquierdo. Le siguió el derecho. Comenzó a sollozar con una leve arqueada mueca que se asemejaba a una sonrisa, pero que alternaba en su curvatura como las bocas en las máscaras del teatro. A su vez, con ceremonia de danza árabe, giró sus caderas para ceder a la gravedad el peso de los pantalones y, con gracilidad, lo desocupó abandonándolo sobre los baldosines. Quedó por entero desnudo, salvo por el relieve de las inéditas lágrimas y del, cada vez más pegajoso, mejunje formado por el sudor que transpiraba de sus ingles y la excreción por un tiempo considerable expuesta a la atmósfera enclaustrada de un cuarto de baño de paredes cerradas y sin ventilación.

Quedó frente al espejo de cuerpo entero que ocupaba el reverso de la puerta del lavabo mirándose como si la imagen que ante él se manifestaba no fuese la suya. Reconociéndose tan solo en aquellos ojos clareados como un amanecer por el desprendimiento que causa el brote de un llanto.

Lentamente, arrancó sus manos al peso de la gravedad para conducirlas, colgadas de sus muñecas como si estas estuviesen sujetas por las cuerdas propias de una marioneta, hacia su cara. Reclinando sobre su rostro las falanges superiores de sus dedos volvió a ceder al peso sus brazos lánguidamente para que, con el rodamiento, las yemas acariciasen con expresión de arañazo el camino que se puede recorrer entre la frente y el comienzo del cuello.

Con superlativa superficialidad y más delicadeza de la que se pueda tener con la nuca de un bebé, deslizó las manos en sus hombros, bajando por sus pechos - con un sutil recreo sobre sus abruptos pezones – cayendo luego como cascada en su vientre para hundirse después sobre su sexo, refugiando así la incipiente rigidez de su erección.

Se miraba en el espejo, ebrio de un vino que no había probado, abriendo la boca y separando los labios, unidos ahora tan sólo por columnas densas de saliva que terminaban rindiéndose al labio inferior, al mismo ritmo que las pupilas iban dilatándose.

Cuanto más se miraba, más embriagado se encontraba; cuanto más embriagado, menos avergonzado de desearse; cuanto más se apetecía, menos se identificaba; cuanto menos se reconocía, más excitado estaba.

Se acercó al espejo como quien se acerca a lo que no le pertenece, con cierto aire de desafío pero sabiendo que está vencido porque se rindió antes de llegar al límite que deja atrás el momento de no retorno. Se aproximó de la misma manera que se hubiese arrimado al cuerpo dormido que ocupaba su cama: indolentemente para no despertar, pero con movimientos tan repentinos como estudiados que hagan notar su presencia.

Acarició su lengua por su propio reflejo suavemente, con ligereza. Era un gesto que le confirió seguridad. Lo que llega mansamente, con docilidad, da pie a un camino donde lo violento se recibe con un placer agradecido.

Con brutalidad y aspavientos de cruda violencia contenida trató de aprisionar cada recodo de su cuerpo con las mismas partes reflejadas. Cada movimiento suyo era una provocación a su imagen para ser tratado de igual suerte.

No era él mismo quien le indujo a un movimiento vertical de forma que su sexo apresado entre su entrepierna y el cristal le llevase a una eyaculación que se retrasaba.

Fue el otro quien se le quedó mirando con la boca entreabierta. Pero fue él quien, con falsa gracia y engañosa ingenuidad en los modos, acercó los labios y a medida que llegaban a su destino fue bajando los párpados para dotar al acto de una verosimilitud que no existía. Sólo, con el primer contacto y tras el primer borbotón de saliva, volvió a desatar una furia que agredía como quien se rebela por la falta de respuestas.

La eyaculación llegó y, al tiempo que se empequeñecía su erección, fue despegando su humedecida boca del espejo.

Con desgana arrancó un par de trozos de papel higiénico con los que limpió los últimos restos de semen que aparecieron al presionarse el pene y tras arrojarlos al sanitario abandonó el cuarto de baño sin más presencia que la suya.



Nacho Hevia

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