jueves, 27 de diciembre de 2007

ARBOLÉ TEATRO


ARBOLÉ VUELVE POR NAVIDAD VI FESTIVAL DE TEATRO PARA NIÑOS Y NIÑAS

Un año más, Teatro Arbolé vuelve a subir el telón de la ilusión en Navidad. Esta VI edición del Festival Internacional de Teatro para Niños y Niñas, es la última que se celebra en la pequeña sala del barrio zaragozano del Actur ya que en octubre de 2008 inaugurará su Nuevo Teatro en el Parque Luis Buñuel. Desde el día 22 al 30 de diciembre este escenario acogerá siete espectáculos de gran calidad en el mundo de los títeres y marionetas, a cargo de excelentes compañías nacionales e internacionales: música, actores, títeres y titiriteros de mundos de acá y de allá, procedentes de México, Argentina, Inglaterra, Aragón, Madrid, País Vasco... Todas ellas unidas bajo el lenguaje universal del títere y con un mismo propósito: hacer posible que un sueño, una idea, una historia de muñecos se convierta en un maravilloso espectáculo para todos los públicos, especialmente para los que tienen la mirada de un niño.



domingo, 23 de diciembre de 2007

SOUL


SOUL


Es la angustia paramórfica, en cada recodo ruinoso de los sitios perdidos entre concebidas magnitudes, estampadas en recargados calendarios apostillados, que año tras año protegen el mismo trozo de blanco con imagen de secas orillas orinadas sobre la pared superviviente a todos nosotros, la que le convierte en el vehemente imaginador de sagrados sacrificios de contrición con apariencia de profana confesión muda.

En la melindrería de sus modos, circunspección de prudencia moderada, la manera particular de expresar la significación del verbo superpuesto, con apariencia de cortés urbanidad en los capiteles con motivos de grosellas rojas de un templo erigido como morada para un culto más allá de toda divinidad, inaccesible para el resto de “fieles”, enmascaraba la auténtica herencia de una vida asimilada a la suya, una aprehensión desestabilizada por la desaparición de uno de los dadores que ahora sobrelleva nuestro protagonista tras la opaca celosía de la discriminación auto impuesta.

Tal era la dimensión de su autodestructiva devoción que cualquier formato físico mudó en pensamiento y cada pensamiento en uno sólo.

La implosión de todo lo medible en un único concepto hacia la custodia que, como objeto sacramental, era ungida con su propia sangre - culpable - no vertida en ofrenda debida, destruyó la totalidad que lo circundaba y continuó con sus ojos, sus extremidades, su sexo... hasta que finalmente terminó consumiéndole a él mismo, enferma esencia aletargada.

Más bien desapareció o transmutó como efecto de la conversión de estado de la causa adquirida en la profesión de los condenados a la involuntaria disolución de dos almas nacidas en el mismo embrión de la eternidad.

Así fue y así quedó recogido en el obituario, tutelado por algo más incomprensible que la propia existencia de este libro, donde aparece, con letras bordadas a mano con hilo de oro, señalada con una cinta color magenta, la partida de nuestro personaje.

Yo, simplemente, lo he narrado para la absurda comprensión de quien lo lea.


Nacho Hevia

viernes, 21 de diciembre de 2007

CARICATURISTAS

Tres caricaturistas corrosivos

William Hogarth fue un moralista genial; George Grosz, un demonio satírico, y Luís Bagaria, un irónico brutal. Los tres ilustres caricaturistas comparten una muestra en el Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad (Valencia).

Lluís Bagaria

Lluís Bagaria (Barcelona, 1882-La Habana, 1940) cultivó un trazo modernista que desembocó en un formalismo cubista. Sus dardos eran cargas de agresividad.



George Grosz

George Grosz (Berlín, 1893-1959) se convirtió en un azote de la clase política y de la corrupción de la Alemania de entreguerras y de la ascensión del nazismo. El reich lo 'recompensó' incluyéndolo en la lista de autores degenerados.

Grosz no calló su ataque frontal contra el régimen nazi. Caricaturizó a sus miembros hasta reducirlos a un pavoroso ridículo.


Hogarth

Hogarth (1697-1764), fue el creador del géreno 'modern moral subjects', estampas en las que criticaba la vanidad de las clases dominantes, el patriotismo y el sistema político.

Desde las corrupción de instituciones judiciales hasta el afrancesamiento de las costumbres. Hogarth satirizó con exhaustividad las lacras de su época.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Lloviendo...


lloviendo

lloviendo

llueven

los restos de

mil espejos rotos

que reflejaran

otrora

galerías de recuerdos

Nacho Hevia

miércoles, 12 de diciembre de 2007



...todo pasa... ...mis recuerdos son como una madeja de lana... ...hay imágenes que me vienen y retengo, que vuelven a mí como la proyección de una película, de principio a fin... pero son los hilos sueltos... los interiores no los alcanzo hasta que el zarpazo de un gato, a veces juguetón, otras con cariño agresivo, los extrae dejándolos como una cabellera de medusa...

VANITAS




"VANITAS"

Vanitas vanitatum omnia vanitas
(vanidad de vanidades, todo es vanidad).

La galería Pepe Cobo (Madrid) acoge desde el 13 de diciembre la exposición 'Vanitas', una selección de la obra fotográfica de Robert Mapplethorpe (Nueva York, 1946-Boston, 1989), el fotógrafo maldito convertido en símbolo de la revolución homosexual de los setenta y ochenta neoyorquinos.

Pepe Cobo, representante de la obra de Mapplethorpe en España, inaugura el próximo jueves en Madrid -se podrá ver hasta finales de enero- una exposición de 36 obras cedidas por la fundación que gestiona el patrimonio del artista, que pretenden ofrecer una "percepción más rica y compleja de su trabajo".


Las fotos de la muestra fueron realizadas en la década de los ochenta, pero permiten apreciar cómo, independientemente del objeto, el artista persiguió, desde sus inicios hasta su
muerte, una estética formal depurada. "En ella descuellan unas composiciones armónicas y equilibradas, un ideal simétrico basado en la simplicidad de formas y en el juego sutil entre luz y sombra, en donde se privilegia la frontalidad que también transmite cierta intemporalidad", afirma el crítico de arte Juan Vicente Aliaga en el catálogo de la muestra. "Llevo en la cabeza la simetría. Ha arraigado en mí. Creo que me viene de la Iglesia católica: he tenido una educación católica", reconocía el propio artista en una información publicada en el Time Out de Londres el 3 de noviembre de 1983.





viernes, 7 de diciembre de 2007

- ...

- te dije que estaría

- y estás

- si, acaso, quieres que esté...

- y quiero

- ...

- siempre?

- hasta que tú me digas

- a pesar de mí?

- precisamente por ti

- y si me confundo?

- no seré yo quien dé sentido a tu babel

- ...

- ...

- y mientas tanto...tú?

- aquí estaré

- ...por qué...?

- porque confío en ti

- en mí?

- en ti más que en mí...



Nacho Hevia

miércoles, 5 de diciembre de 2007

simiente de ecos...

...no, hermano. Mi gesto y palabra hacen ya de mí un ser inmortal. Yo no estaré... será muy fácil desaparecer de vuestros muebles, vuestras calles... de vuestras frases, incluso. Seré un elemento ausente en vuestras vidas, pero siempre, siempre, me recordaréis. Imposible el olvido. Cuando parta, porque siempre tengo a dónde ir, eclosionaré en una nube de semillas con simiente de ecos que tornarán con la leve vibración de un susurro, de uno sólo de tus pasos. Por eso, escúchame bien, nunca podremos deshacernos el uno del otro...



Nacho Hevia

lunes, 3 de diciembre de 2007

CASTILLO DE NAIPES



Castillo de naipes




El padre llamó al benjamín de sus hijos, de diez años, con su voz sonora y grave, la cual le indicaba -ya que, a pesar de su corta edad, había cultivado el estudio de distinguir los motivos de uno u otro tono que las cuerdas vocales y la impostación eran capaces de producir- la causa de su requerimiento: aquella tarde aprendería algo.

Triscando, con la ligereza que sólo un niño puede tener en la carrera de ir andando con zancadas impulsadas por suaves y rítmicos saltos, el muchachito de, hasta entonces, breve vida llegó al salón de la ruidosa casa familiar donde le esperaba su padre sentado en la silla que presidía la mesa que hacía las veces de comedor, de expositora de una galería de fotos de comunión * {idénticas, salvo el sujeto fotografiado en cuestión, a las exhibidas en los escaparates de las tiendas de revelado de su barrio donde lo mismo te retrataban en una instantánea rectangular del tamaño de la mitad de un folio, el busto doce veces [seis, medida carné; tres, un poco más grandes; dos, el doble de las anteriores; y una que entraba con dificultad en cualquiera de los escasísimos plásticos del álbum de bolsillo, de horrorosos motivos fotográficos en sus tapas (dícese de una o varias chicas en bikini – a ser posible un diseño de más de diez años - con el pelo cardado tan llamativo como el balón de playa que llevan en sus manos), que te regalaban al retirar el encargo que (no como ahora – hay que ver cómo avanza esta industria – que en una hora tienes todos tus carretes revelados incluidas ampliaciones) había que ir a recoger a los tres días como mínimo de su entrega] que con la misma pose, tan exagerada como cutre, de la hija del dueño con las mismas aspiraciones a modelo que la chica en bikini de los álbumes de su papá que, orgulloso mostraba (más por su trabajo que por su modesta adolescente) tras los cristales para el asombro de los viandantes como el joven protagonista} o de improvisado pupitre múltiple para la numerosa caterva que formaba su prole.

Instantes antes estaba desayunando su enorme tazón diario de leche en el que sumergía durante largos minutos sándwiches de galletas untadas con mantequilla que con dificultad escondían la cucharilla y media de mermelada de arándanos, que tanto le agradaba, que se escapaba (arriesgando la pulcritud que puede tener un afrutado estampado mantel de hule heredado con anterioridad a la fecha de cualquier partida de nacimiento de sus hermanos) en forma de obuses de churretes amenazadores de la láctea lona blanca y líquida que guarecía en su interior los descompuestos restos de tan dulce creación alimenticia y kilo-calórica que tenía su reflejo en los gelatinosos e incipientes michelines laterales que asomaban por encima de la goma de sus calzoncillos, castrense uniforme del hogar para disgusto de su progenitora.

En sus manos aún atesoraba el nuevo surtido de soldaditos de plástico que su madre le compró la tarde anterior en lo que, para él, era el más sorprendente (por lo profuso y variado de las existencias del muestrario) comercio – el kiosco, digno representante y moderno sucesor artístico del horror vacui -, tras optar entre éstos, tres canicas, dos paquetes de cromos para adquirir el, quizá inexistente, número setenta y nueve de “Monstruos monstruosos” o un helado de leche (“ya sabes que los polos son todo hielo y vienen muy mal para la garganta”; pero ¿acaso no era suficiente con la ingesta del casi medio litro de las mañanas?... ay!... el bienestar físico por el que sus padres se afanaban para sus retoños lo juzgaba un “pelín” exagerado).

Así que al presentarse ante la figura paterna con las veinte recientes incorporaciones de un centímetro procedentes de la real guardia francesa prerrevolucionaria que esperaba con nerviosismo una inusual batalla contra los siux antes de la comida y al no hallar bolsillos en la amarilleada muda los dejó caer con cuidadoso celo en el decorativo cenicero de la mesita supletoria (en cuyo interior ocho botellas, uniformemente cubiertas de polvo, y una miscelánea de copas granjeadas con cientonosécuántas tapas de yogures daban cuerpo al mini-bar) ocultando el, supuestamente pintado a mano (supuesto porque en la tienda le simulaba milimétricamente idéntico al resto de ceniceros) lema de cualquier souvenir: “Recuerdo de...”; en este caso “... de Rascafría”.

Mientras se recreaba en la distribución de sus pequeñas figuritas su padre retiró el tapete rojo de burletes blancos e hilos guindados que formaran bolillas caprichosas en poco más o menos toda la superficie de su área, como a base de arañazos de un gato que se enredase tenazmente con sus uñas sin limar, y viendo, con impaciencia, el deleite del crío en la imposible tarea de ordenar tal batallón de juguete en el interior del “dichoso cenicero” **, aguantando el deseo de gritar el nombre de su chiquillo para que le prestara la atención que necesitaba el motivo por el que había arrancado, con voz de mando, a su hijo de cualquiera de los sorpresivos planes (que apuntara en la agenda de una memoria que fácilmente se olvida en el infantil trasiego diario de un niño) sobrevenidos e ideados durante el primer orín de la mañana ***, y tal como le había sugerido su esposa, con delicadeza, acomodó al infante en la silla de su lado derecho. Inmediatamente su hijo le preguntó qué era lo que pasaba.

Su padre, sacando del bolsillo del pecho de la parte superior de su pijama un juego de cartas sujetas con varias vueltas de una goma elástica debilitada por el paso de varios calendarios y con un principio de derretimiento que la adhiere al mismo por la acción prolongada del Lorenzo, le contestó que, irrumpiendo en el cuarto de los niños, había tropezado con una caja de zapatos (la versión de una caja fuerte para un párvulo) y al dar ésta un molinete sobre sí misma a impulso del puntapié dejó caer, desparramándose por el suelo, entre una docena de piezas sueltas de puzzle en las que se entrevé un conjunto de vacas risueñas con la estampa de dibujo animado, una medalla de consolación del último torneo deportivo escolar, una bola de billar con el número tres y unas cuantas monedas de países extranjeros, la baraja que ahora asía entre sus manos.

Al padre se le antojó erigir con las cartas un castillo, un castillo de naipes y quería levantarlo con su “brujo”, inconsciente de que un sábado por la mañana, su enano, esperaba anhelante el reclamo de la llamada de su madre con los recados que (aún anotados en una cuartilla) no confiaba en que los obrase en su mayoría por lo atolondrado que podía llegar a ser, más aún si al salir de la panadería con las dos pistolas para la comida la dependienta le regalaba una remesa de colines.

Con todo, el niño se sentía muy dichoso, emoción que traslucía con una dilatada sonrisa que enarbolaba a cada lado de su cara unos redondos y formidables mofletes.

Hacía bastante que su padre no invitaba a sus hijos a que participaran en un juego; por lo normal era al revés, el grupo de infantes perseveraba, con exasperante pasión, en el contumaz reclamo de su intervención en los juegos, aunque fuera como lejano juez capaz de saber, desde el tresillo y mientras leía el periódico, los movimientos de las fichas de un parchís.

El chaval que, sin la ayuda de algún que otro cojín bajo sus posaderas malamente alcanzaba con dignidad una posición que le permitiera ser testigo de la original arquitectura, le iba ofreciendo a su padre los naipes que éste le demandaba, en tanto que escuchaba cómo le aconsejaba un infinitesimal margen de separación entre cada conjunto de cartas que formaban la primera base del castillo de figuras triangulares, así como la delicadeza con la que convenía descansar los techos que sirviesen de soporte para la siguiente serie de pares de cartas, sin olvidar que cada vez que se sube un nivel se resta un par de la sucesiva cadena para la obtención del apetecido diseño piramidal.

Explicado le parecía más complicado que probándolo en la aplicación de dicho sistema y si bien en otras ocasiones ya había probado a fabricar un castillo de naipes nunca lo había levantado con tantos pisos y aún menos con una resistencia tal que ni por el torpe traspié de sus rodillas contra las patas de la mesa la solidez de la acartonada fortaleza se veía mermada.

Con humildad tuvo que admitir (aunque con resquicios de orgullo y mentalmente) que las recomendaciones de su padre para el solaz entretenimiento (“y para casi todo lo demás”, pensó) eran muy valiosas por lo estricto: “disciplina, técnica y coraje” (palabras que durante el resto de su vida no olvidaría).

De este modo estuvieron montando la atalaya entre uno y otro por turnos pero habiendo ensamblado el penúltimo bloque con su respectivo techado únicamente restaba una carta.

Actuaba la vez del padre que, malhumorado, no hallaba la fórmula para coronar la fortificación y así concluir el juego. Con hosquedad acusó al desmandado orden de sus hijos el hecho de la falta de los naipes desaparecidos (“¡y tan sólo queda uno para terminar de armar la torreta final!”). Su hijo, con la cabeza gacha, escuchaba la perorata y como la monserga no terminaba a él sí que se le apuraba el cuello en la curvatura que hundía más y más su mirada bajo la mesa.

El irritado jugador abandonó a su “curro” prometiéndole otro castillo cuando encontraran la desaparecida pieza dejando al niño solo con la carta que carecía de su homóloga.

La atrapó con sus manos y dándole la vuelta al barroco reverso de dorados ornamentos con fondo grana advirtió que la figura de aquel naipe era el rey de copas y permaneció mirándolo inmutable hasta que, súbitamente le asaltó una magnífica idea.

Apresando con la mano derecha contra la tabla de la mesa la mitad de la carta con la izquierda llevó los bordes de la otra mitad hacia los simétricamente opuestos fijándolos en la doblez hecha. En esa posición y dejando libres sus manos más bien se asemejaba a un fuelle pero orientándola verticalmente había logrado fabricar la torre que laureaba el castillo.

Con chispeante agitación voceó a su padre, el cual, ajeno al griterío, no respondía a la aguda súplica. No por ello disgustado, dirigiendo su clamor de manera que le pudiera llegar a su padre la noticia, con tierna claridad y los ojos humedecidos por la excitación de haber resuelto con ingenio la traba de tan inconveniente contingencia, exclamó: “¡papá!, ¡papá!, ¡ven, mira!, ¡he solucionado el problema!, ¡lo he solucionado yo solo!, ¡el rey está dentro, protegido y nunca le podrá pasar nada malo!, ¡¿me escuchas?!, ¡el rey está dentro del castillo!”.




Nacho Hevia


* nostálgico apunte histórico con aplicaciones matemáticas

** Aclaración: las palabras entrecomilladas forman parte del pensamiento adulto que produce ver cómo un hijo pierde la cabeza entre las nubes después de haber comenzado a realizar una orden inicial o, como en ocasiones le asaltaba a este rapaz, en mitad de la ejecución de un ejercicio de matemáticas bajo la atenta mirada de un padre preocupado por el progreso en el expediente académico de su descendiente.

*** Acción que cumplía entre risas cada vez que los que le dieron la vida le decían aquello de “¡vamos, a cambiar de agua al canario!”. Y es que le divertía mucho ese tipo de expresiones, sobre todo, a la hora de dormir cuando, cada noche, una frase más ocurrente que las advenidas hinchaba la ya larga lista sobre la que abrigaba echar mano con sus propios hijos: “al tostadero”, “al sobre”, “al cine de las sábanas blancas”, ...