viernes, 13 de abril de 2007

Diez para las Trece

Diez para las Trece


El reloj de la estación donde el tren haría un receso de varios minutos, para deshacerse de cuatro de sus seis vagones ya que el número de viajeros había disminuido considerablemente después de haber recorrido más de la mitad del trayecto, marcaba diez minutos para las trece horas.

“Qué reloj tan hermoso”

Pensaba que todos los relojes de todas las estaciones, al menos los de las regionales, eran idénticos entre sí, o casi, porque, sin embargo, se le presentaban tan independientes, individuales, personales... y le gustaba creer que se debía al hecho de que cada uno señalaba su propia hora, de que el “plac” del minutero por cada sesenta segundos era, por completo, diferente a cualquier otro “plac” de cualquier otro minutero de cualquier otro reloj de cualquier otra estación o, sencillamente, porque hubo un diseñador único de relojes de estación que decidió que aquel modelo sería exclusivo, que todos los andenes de estación de tren tendrían en sus paredes un reloj que diese la hora por ambos lados, lados abiertos como si se asemejasen a un fuelle, pero sin boquilla, con los bordes de forja y con un minutero que en cada tránsito emitiese un sonido alejado del “clac”, “clap”, “tac” o “tap”, sino un sonido que sonase a “plac”.

El reloj de la estación de trenes regionales seguía marcando diez para las trece.

“¿Se pueden tener todos estos pensamientos en menos de lo que dura un minuto?"

“... , ...”

“Sí, seguro... y más aún”

“¿Es ese minuto estanco, detenido tras un sonoro y momentáneo plac, o es otro componente que hay en mí lo que me dicta que esta vida es para siempre?”

Miraba a través de la ventana de su vagón de tren suspendido en la quietud de aquel minuto mantenido y observaba una hilera de casas, todas exactas, tan sólo diferenciadas por las prendas y vestidos que pendían de sus similares tendales de azotea y, quizá también, por alguna planta olvidada y sin regar en las esquinas de las terrazas de barras de hierro descorchadas y que, como ocurría en cada casa, estaban colocadas en el primer piso, en el lado izquierdo y sobre la puerta de acceso a las viviendas.

Las mismas casas recibían el mismo amanecer y la misma sombra de tarde. Sobre las mismas casas caía la misma lluvia y recibían el invierno al mismo tiempo.

Aquellas casas... todas ellas... todas pintadas con un viejo marrón sucio y de puertas de un color verde resquebrajado... Aquellas casas estaban encadenadas a un mismo destino absurdamente vacío por la despreocupación que provocaban.

La visión de esta estampa omitió en su contemplación a las personas y animales que formaban parte de aquel conjunto; pero no, no se sorprendió al percatarse de ellos.

Una mujer, algo rechoncha, que llevaba puesto un delantal azul oscuro moteado de flores sobre una blusa demasiado grisácea como para que en otro tiempo hubiese podido ser blanca, cocinaba en una cazuela que humeaba, dando giros dentro de ella con una cuchara de madera mientras apartaba la cabeza en un intento de evadirse del calor que desprendía la cocción. Pero el sudor caía sobre su frente y saltaba, a modo de trampolín, desde las puntas del pelo.

Un hombre viejo, muy viejo, de los que se mueren en un momento sin quejos, ni lamentos, sin causas de dolor, sin avisos y con deseo de silencio... Aquel viejo permanecía inmóvil, inerte, sentado en una silla plegable de playa de rayas blancas y azules. Tenía la mirada de quien ha olvidado todo y se aleja de palabras nuevas. Nada brotaba de él: ni un movimiento, ningún carraspeo y sin, ni siquiera, signos de vivir con algún consuelo.

Un gato, entonces, andando más lentamente de lo que el viejo pudiera andar, apoyando todo su peso en cada pata que ejecutaban aquellos pesados pasos y apareciendo en esa escena desde ningún sitio, se colocó bajo el asiento del viejo dejándose vencer por su peso en una caída que lo tumbó sobre uno de sus costados y dejando sus cuatro extremidades tiradas en el suelo al azar.

En el umbral de una de las puertas un niño saltaba torpemente en la vana empresa de alcanzar el dintel. ¿Era un juego? Si lo era, el objetivo consistía en tocar un trozo de madera y su resultado, el único premio para el solo participante, al cual, sólo le distraía de aquella tarea el subirse los calcetines que, con cada impulso, descendían hasta los tobillos por tener una goma desgastada que ya nunca sujetaría la tela a la altura deseada por el crío.

Se le antojaba aquella representación fotográfica capricho de pintores.

“¿Sería esta imagen lo que los artistas llaman naturaleza muerta?”

No. Él no entendía de arte, pero ante sus ojos se le presentaba aquel cuadro como un bodegón donde nadie espera nada... donde nadie busca nada... y donde la gente se convence de su felicidad cuando un elemento complaciente llega a sus vidas.

Un pitido estridente de silbato le apartó de aquella realidad. Giró su cuerpo para examinar el vagón en el que viajaba. Algunos de los viajeros que hasta llegar a aquella parada de estación le habían acompañado desde el inicio del trayecto ya no estaban, ni tampoco sus equipajes.

“¿En qué momento habrían bajado del tren? ¿A caso éste era su destino?”

Un rezagado pasajero terminaba de ultimar un cigarro junto a las puertas y lo tiró violentamente cuando estas comenzaron a cerrarse automáticamente. Saltó desde la plataforma alcanzando el vagón antes de que quedasen bloqueadas.

Volvió a mirar por la ventana. El reloj de la estación marcaba ahora las trece horas.


Nacho Hevia

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