martes, 15 de abril de 2008

EL COLABORADOR



El colaborador


Durante toda la madrugada estuvo recostado en el sofá (cubierto éste con una sábana estampada con bastante mal gusto, a su parecer, con motivos de hojarasca) tratando de encontrar un resorte para la consecución de su objetivo: su presencia colaboradora del hecho que, con religiosidad, esperaba que acaeciera.

Sin recordar en qué momento se quedó dormido, despertó con la tela dorada, desplegada encima de su devanado físico, que con el paso de las horas atravesara los viejos visillos, sucios de gris, que torpemente colgaban sobre las ventanas, tan viejas como la edad del edificio.

Con la seguridad de quien tiene una cita fijada con días de antelación, se incorporó violentamente de un impulso lleno de riesgo para sus débiles piernas anquilosadas por su olvidada perpendicularidad al suelo y con velocidad discontinua transportó a su paso las, cada vez menos pequeñas y más numerosas, pelusas de polvo que, como en fieltro, se adherían a la espesa y seca pasta negra de la planta de sus pies, las cuales posó escrupulosamente remilgoso sobre una toalla, con el claro diseño de un hotel, extendida en el cuarto de baño para no pisar el mosaico de las ocres y cetrinas manchas circulares formadas, seguramente, con la mezcla del agua que escapaba del sanitario por la fuerza de la corriente que creaba la cisterna en las escasas ocasiones en que tiraba de la cuerda del tendal que cubría la necesidad de una cadena de eslabones demasiado oxidados como para soportar la tensión que produce su uso y las salpicaduras de su propia orina que nunca tomaba una única dirección por la presión con la que era expulsada entre los pliegues de piel que cubrían la totalidad de su glande.

Se duchó sentado, dentro de la bañera, con la cortina enmohecida en su borde inferior a trozos que dibujaban la silueta de los espejismos que, a su antojo, le apetecieran en los juegos que se inventaba con las reglas de su imaginación.

Sus nalgas ya estaban acostumbradas a la rugosa superficie de los adhesivos antideslizantes - la mayor parte despegados por sus flancos - con forma de hojas de plátano y se había hecho al rasposo roce áspero que producían en cada movimiento que, de manera imposible, trataba de evitar una nueva secreción de la uretra que, a pesar de todo, le producía cierto placer al sentir en sus muslos el chorro de orín suavemente atenuado dentro de la charca de agua.

Envuelto en su albornoz se miró en el pequeño espejo que pendía con la ayuda de una alcayata a punto de resbalar del agujero, sobradamente ancho para el grosor de su punta y esperó, inmóvil, mientras se secaba, a reconocerse tras el vaho que iba desdibujándose dejando tras de si puntos de agua que patinaban en descenso hacia el marco de plástico, frontera incapaz de una duradera contención.

Abrió las puertas de su mohíno armario de umbrosos estantes confusos de prendas con olor a vino picado, para vestirse, a su modo, elegantemente. De entre las camisas más apetecibles, para su estilo, escogió una granate, la menos arrugada, y la combinó, para su resalte, con un pantalón de color opalino. En cuanto a los zapatos no disponía de opciones porque durante toda su existencia, desde que él recordara, no había disfrutado más que de un par y siempre el renovado par que reemplazaba al anterior era igual de vetusto; era como si el destino le hubiese conminado a contar únicamente con zapatos de suelas agujereadas por donde se empantanaban los días de lluvia.

Hacía ya bastante tiempo desde la última vez que salió de su casa por lo que con falta de acierto y en la impericia que puede tener la habilidad de cerrar un pestillo trancó la puerta.

Pero al atravesar el dintel del portal, la decisión que le impelió a la forzosa tarea de travestir su cobrada mórbida apariencia se desmoronó con la misma violencia con la que le sobrevino.

Con el desengaño de la frustración, viéndose como un cuerpo baldío en mitad de la acera y ahogado en la congoja de regresar a la sombra de sus resquebrajados techos con la guisa de aquel que carga con el peso del malogrado triunfo, comenzó a caminar en tanto que apuntaba a método de lista en su memoria el desengrasante que emplearía para limpiar la cocina, lejía, amoníaco, detergente, suavizante, una escoba con todos sus flecos, leche, huevos, fruta, legumbres, carne, verdura (aunque fuese congelada), incluso pescado para un guiso, café, galletas, mermelada... y un par de zapatos nuevos.


Nacho Hevia

2 comentarios:

interpreta-sones dijo...

genial! descripció precisa de detalls que van conformant la idea d'un protagonista vençut, derrotat... molt bo!

Nacho Hevia dijo...

Gràcies, noi. Vinent de tu, sensible com ets, és tot un afalac. No et conec, només els teus escrits, però aquests ja em donen la raó de respectar el teu criteri. Saluts!