martes, 6 de noviembre de 2007

El Pozo


El Pozo



Cada vez que salía de su casa no podía evitar atravesar el camino del pozo. Necesitaba verlo y saber que seguía ahí, que no lo habían destruido de acuerdo a las nuevas normas de urbanismo, que el viejo pozo negro del camino continuaba donde siempre había estado.

Lo llamaban el pozo negro porque todos los que se acercaban a él y se asomaban a su interior tan sólo contemplaban una profunda oscuridad ni siquiera debilitada por la luz del mediodía.

Nadie sabía desde cuándo se encontraba el pozo ubicado en esas tierras áridas sin edificar, en medio de barriadas obreras en las que ni siquiera el espacio vacío que lo circundaba era utilizado por los niños para sus juegos de cuerdas y balones. Pero tampoco a ninguno de los que se cuestionaban la existencia de esta construcción les preocupó el futuro de aquel montón de grises piedras. Ahí estaba, nada más.

Algo tenía aquel pozo que le atrapaba su atención, que le enredaba los pensamientos y que le obligaba a rodearlo cada día... y cada día estaba más convencido de que en algún momento le absorbería.

El pozo... el pozo... el pozo... “...¿qué demonios tensan las hebras de mis sufrimientos anegándolas entre sí? ¿qué tiempo me falta en este placer? ¿qué concurso sinérgico excita mis motivos? ¿qué cintas granas? ¿qué agua? ¿qué espacio? ¿qué espacio? ¿qué ridículos adentros me persiguen hasta fuera de mí? ¿qué susurros sobre mi almohada? ¿qué respaldo amontonado? ¿qué muslos heridos por haber sido rosas desordenadas? ...”

Y las lágrimas descendían de sus ojos cóncavos, más deprimidos en su centro que en las orillas, llegando hasta sus labios, temblorosos y desunidos en sus flancos, con el sabor salado de las mucosidades enseguida diluidas.

Lo considerable se perdía a favor de una sola consideración y el decaimiento de sus conceptos devueltos en corruptos criterios viciaba su voluntad de desahogo prisionero.

¿Qué vega confiaba la fertilidad de su vehemencia contenida? ¿Qué prórroga le detuvo en el suceso que retrataba la amargura de su dechado ahora trocada en inminencia?

No buscaba una conclusión que condenara su locura, ni la resignación que produciría la aceptación de su estado cuando con la decisión de los impulsos de su ánimo interrumpió en la arquitectura que tanto le obsesionaba.

El pozo... Descendía por él mientras pensaba en su cama hecha, los libros ordenados de su estante, el suelo barrido y fregado, en su silla de la ropa del día siguiente, en la cazuela de pescado que prepararía al regresar... y se reía... “¿cómo puedo pensar en estas cosas?”

El pozo...






Nacho Hevia

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