lunes, 3 de diciembre de 2007

CASTILLO DE NAIPES



Castillo de naipes




El padre llamó al benjamín de sus hijos, de diez años, con su voz sonora y grave, la cual le indicaba -ya que, a pesar de su corta edad, había cultivado el estudio de distinguir los motivos de uno u otro tono que las cuerdas vocales y la impostación eran capaces de producir- la causa de su requerimiento: aquella tarde aprendería algo.

Triscando, con la ligereza que sólo un niño puede tener en la carrera de ir andando con zancadas impulsadas por suaves y rítmicos saltos, el muchachito de, hasta entonces, breve vida llegó al salón de la ruidosa casa familiar donde le esperaba su padre sentado en la silla que presidía la mesa que hacía las veces de comedor, de expositora de una galería de fotos de comunión * {idénticas, salvo el sujeto fotografiado en cuestión, a las exhibidas en los escaparates de las tiendas de revelado de su barrio donde lo mismo te retrataban en una instantánea rectangular del tamaño de la mitad de un folio, el busto doce veces [seis, medida carné; tres, un poco más grandes; dos, el doble de las anteriores; y una que entraba con dificultad en cualquiera de los escasísimos plásticos del álbum de bolsillo, de horrorosos motivos fotográficos en sus tapas (dícese de una o varias chicas en bikini – a ser posible un diseño de más de diez años - con el pelo cardado tan llamativo como el balón de playa que llevan en sus manos), que te regalaban al retirar el encargo que (no como ahora – hay que ver cómo avanza esta industria – que en una hora tienes todos tus carretes revelados incluidas ampliaciones) había que ir a recoger a los tres días como mínimo de su entrega] que con la misma pose, tan exagerada como cutre, de la hija del dueño con las mismas aspiraciones a modelo que la chica en bikini de los álbumes de su papá que, orgulloso mostraba (más por su trabajo que por su modesta adolescente) tras los cristales para el asombro de los viandantes como el joven protagonista} o de improvisado pupitre múltiple para la numerosa caterva que formaba su prole.

Instantes antes estaba desayunando su enorme tazón diario de leche en el que sumergía durante largos minutos sándwiches de galletas untadas con mantequilla que con dificultad escondían la cucharilla y media de mermelada de arándanos, que tanto le agradaba, que se escapaba (arriesgando la pulcritud que puede tener un afrutado estampado mantel de hule heredado con anterioridad a la fecha de cualquier partida de nacimiento de sus hermanos) en forma de obuses de churretes amenazadores de la láctea lona blanca y líquida que guarecía en su interior los descompuestos restos de tan dulce creación alimenticia y kilo-calórica que tenía su reflejo en los gelatinosos e incipientes michelines laterales que asomaban por encima de la goma de sus calzoncillos, castrense uniforme del hogar para disgusto de su progenitora.

En sus manos aún atesoraba el nuevo surtido de soldaditos de plástico que su madre le compró la tarde anterior en lo que, para él, era el más sorprendente (por lo profuso y variado de las existencias del muestrario) comercio – el kiosco, digno representante y moderno sucesor artístico del horror vacui -, tras optar entre éstos, tres canicas, dos paquetes de cromos para adquirir el, quizá inexistente, número setenta y nueve de “Monstruos monstruosos” o un helado de leche (“ya sabes que los polos son todo hielo y vienen muy mal para la garganta”; pero ¿acaso no era suficiente con la ingesta del casi medio litro de las mañanas?... ay!... el bienestar físico por el que sus padres se afanaban para sus retoños lo juzgaba un “pelín” exagerado).

Así que al presentarse ante la figura paterna con las veinte recientes incorporaciones de un centímetro procedentes de la real guardia francesa prerrevolucionaria que esperaba con nerviosismo una inusual batalla contra los siux antes de la comida y al no hallar bolsillos en la amarilleada muda los dejó caer con cuidadoso celo en el decorativo cenicero de la mesita supletoria (en cuyo interior ocho botellas, uniformemente cubiertas de polvo, y una miscelánea de copas granjeadas con cientonosécuántas tapas de yogures daban cuerpo al mini-bar) ocultando el, supuestamente pintado a mano (supuesto porque en la tienda le simulaba milimétricamente idéntico al resto de ceniceros) lema de cualquier souvenir: “Recuerdo de...”; en este caso “... de Rascafría”.

Mientras se recreaba en la distribución de sus pequeñas figuritas su padre retiró el tapete rojo de burletes blancos e hilos guindados que formaran bolillas caprichosas en poco más o menos toda la superficie de su área, como a base de arañazos de un gato que se enredase tenazmente con sus uñas sin limar, y viendo, con impaciencia, el deleite del crío en la imposible tarea de ordenar tal batallón de juguete en el interior del “dichoso cenicero” **, aguantando el deseo de gritar el nombre de su chiquillo para que le prestara la atención que necesitaba el motivo por el que había arrancado, con voz de mando, a su hijo de cualquiera de los sorpresivos planes (que apuntara en la agenda de una memoria que fácilmente se olvida en el infantil trasiego diario de un niño) sobrevenidos e ideados durante el primer orín de la mañana ***, y tal como le había sugerido su esposa, con delicadeza, acomodó al infante en la silla de su lado derecho. Inmediatamente su hijo le preguntó qué era lo que pasaba.

Su padre, sacando del bolsillo del pecho de la parte superior de su pijama un juego de cartas sujetas con varias vueltas de una goma elástica debilitada por el paso de varios calendarios y con un principio de derretimiento que la adhiere al mismo por la acción prolongada del Lorenzo, le contestó que, irrumpiendo en el cuarto de los niños, había tropezado con una caja de zapatos (la versión de una caja fuerte para un párvulo) y al dar ésta un molinete sobre sí misma a impulso del puntapié dejó caer, desparramándose por el suelo, entre una docena de piezas sueltas de puzzle en las que se entrevé un conjunto de vacas risueñas con la estampa de dibujo animado, una medalla de consolación del último torneo deportivo escolar, una bola de billar con el número tres y unas cuantas monedas de países extranjeros, la baraja que ahora asía entre sus manos.

Al padre se le antojó erigir con las cartas un castillo, un castillo de naipes y quería levantarlo con su “brujo”, inconsciente de que un sábado por la mañana, su enano, esperaba anhelante el reclamo de la llamada de su madre con los recados que (aún anotados en una cuartilla) no confiaba en que los obrase en su mayoría por lo atolondrado que podía llegar a ser, más aún si al salir de la panadería con las dos pistolas para la comida la dependienta le regalaba una remesa de colines.

Con todo, el niño se sentía muy dichoso, emoción que traslucía con una dilatada sonrisa que enarbolaba a cada lado de su cara unos redondos y formidables mofletes.

Hacía bastante que su padre no invitaba a sus hijos a que participaran en un juego; por lo normal era al revés, el grupo de infantes perseveraba, con exasperante pasión, en el contumaz reclamo de su intervención en los juegos, aunque fuera como lejano juez capaz de saber, desde el tresillo y mientras leía el periódico, los movimientos de las fichas de un parchís.

El chaval que, sin la ayuda de algún que otro cojín bajo sus posaderas malamente alcanzaba con dignidad una posición que le permitiera ser testigo de la original arquitectura, le iba ofreciendo a su padre los naipes que éste le demandaba, en tanto que escuchaba cómo le aconsejaba un infinitesimal margen de separación entre cada conjunto de cartas que formaban la primera base del castillo de figuras triangulares, así como la delicadeza con la que convenía descansar los techos que sirviesen de soporte para la siguiente serie de pares de cartas, sin olvidar que cada vez que se sube un nivel se resta un par de la sucesiva cadena para la obtención del apetecido diseño piramidal.

Explicado le parecía más complicado que probándolo en la aplicación de dicho sistema y si bien en otras ocasiones ya había probado a fabricar un castillo de naipes nunca lo había levantado con tantos pisos y aún menos con una resistencia tal que ni por el torpe traspié de sus rodillas contra las patas de la mesa la solidez de la acartonada fortaleza se veía mermada.

Con humildad tuvo que admitir (aunque con resquicios de orgullo y mentalmente) que las recomendaciones de su padre para el solaz entretenimiento (“y para casi todo lo demás”, pensó) eran muy valiosas por lo estricto: “disciplina, técnica y coraje” (palabras que durante el resto de su vida no olvidaría).

De este modo estuvieron montando la atalaya entre uno y otro por turnos pero habiendo ensamblado el penúltimo bloque con su respectivo techado únicamente restaba una carta.

Actuaba la vez del padre que, malhumorado, no hallaba la fórmula para coronar la fortificación y así concluir el juego. Con hosquedad acusó al desmandado orden de sus hijos el hecho de la falta de los naipes desaparecidos (“¡y tan sólo queda uno para terminar de armar la torreta final!”). Su hijo, con la cabeza gacha, escuchaba la perorata y como la monserga no terminaba a él sí que se le apuraba el cuello en la curvatura que hundía más y más su mirada bajo la mesa.

El irritado jugador abandonó a su “curro” prometiéndole otro castillo cuando encontraran la desaparecida pieza dejando al niño solo con la carta que carecía de su homóloga.

La atrapó con sus manos y dándole la vuelta al barroco reverso de dorados ornamentos con fondo grana advirtió que la figura de aquel naipe era el rey de copas y permaneció mirándolo inmutable hasta que, súbitamente le asaltó una magnífica idea.

Apresando con la mano derecha contra la tabla de la mesa la mitad de la carta con la izquierda llevó los bordes de la otra mitad hacia los simétricamente opuestos fijándolos en la doblez hecha. En esa posición y dejando libres sus manos más bien se asemejaba a un fuelle pero orientándola verticalmente había logrado fabricar la torre que laureaba el castillo.

Con chispeante agitación voceó a su padre, el cual, ajeno al griterío, no respondía a la aguda súplica. No por ello disgustado, dirigiendo su clamor de manera que le pudiera llegar a su padre la noticia, con tierna claridad y los ojos humedecidos por la excitación de haber resuelto con ingenio la traba de tan inconveniente contingencia, exclamó: “¡papá!, ¡papá!, ¡ven, mira!, ¡he solucionado el problema!, ¡lo he solucionado yo solo!, ¡el rey está dentro, protegido y nunca le podrá pasar nada malo!, ¡¿me escuchas?!, ¡el rey está dentro del castillo!”.




Nacho Hevia


* nostálgico apunte histórico con aplicaciones matemáticas

** Aclaración: las palabras entrecomilladas forman parte del pensamiento adulto que produce ver cómo un hijo pierde la cabeza entre las nubes después de haber comenzado a realizar una orden inicial o, como en ocasiones le asaltaba a este rapaz, en mitad de la ejecución de un ejercicio de matemáticas bajo la atenta mirada de un padre preocupado por el progreso en el expediente académico de su descendiente.

*** Acción que cumplía entre risas cada vez que los que le dieron la vida le decían aquello de “¡vamos, a cambiar de agua al canario!”. Y es que le divertía mucho ese tipo de expresiones, sobre todo, a la hora de dormir cuando, cada noche, una frase más ocurrente que las advenidas hinchaba la ya larga lista sobre la que abrigaba echar mano con sus propios hijos: “al tostadero”, “al sobre”, “al cine de las sábanas blancas”, ...

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